martes, 1 de marzo de 2011

CARROÑA PARA LOS BUITRES


Hoy dejaré de ser yo misma y me llamaré Eva Piqueras durante un ratito. Como si fuera una hermanita gemela de Pedro Piqueras, comenzaré este artículo utilizando sus adjetivos favoritos. Léanlos, por favor, engolando la voz tal y como él hace al presentar las noticias. Allá voy:

"Abominable. Tremendo. Casi apocalíptico." Podría decir que no hay palabras para describir lo que el programa de la supuesta periodista Ana Rosa Quintana ha hecho con la hermana del presunto asesino de la niña Mari Luz Cortés, pero sí las hay: mierda pura, vomitivo, nauseabundo, deleznable. Asqueroso, inmoral, abusivo, denigrante, abyecto, y todos los sinónimos que pudiéramos encontrar. La manipulación
por parte de los reporteros de ese programa de una mujer considerada deficiente mental , y la posterior justificación de Ana Rosa Quintana de que cualquier periodista habría actuado de la misma manera merecerían, sin más, la retirada de antena del magacín y la condena al ostracismo eterno de todos los participantes en los hechos.

No todos los periodistas habrían actuado igual; eso es mentira. Un periodista de verdad no habría hecho jamás lo que ellos hicieron. Sólo los carroñeros sin escrúpulos y desconocedores por completo de lo que es esta profesión se prestan a estas prácticas. Ahora contaré algo que me pasó a mí, no para atribuirme ningún mérito, sino porque es uno de los hechos de mi carrera profesional de los que me siento más orgullosa.

Ocurrió hace muchos años, cuando empecé a trabajar en TV3, la televisión pública catalana, como reportera de informativos. Nos mandaron al extraradio de Tarragona para intentar localizar dónde vivía un chico que presuntamente había cometido un asesinato bastante morboso y que acababa de ser detenido. Sólo sabíamos sus iniciales, pero tuvimos suerte y dimos con la casa. Era un barrio muy pobre, y la casa era prácticamente una chabola. Llamamos y nos abrió una mujer vieja. Estaba con su hermana y con su marido. Les dijimos quiénes éramos y por qué queríamos hablar con ellos. Lejos de cerrarnos la puerta en nuestras narices, la pobre mujer nos la abrió de par en par, nos hizo pasar y nos dio un vaso de agua (era vernao y hacía un calor tremendo). Ellos no habían visto al muchacho desde hacía días, y nadie les había dicho nada todavía. Eran otros tiempos, desde luego. Todavía no había en España cadenas de televisión privada, sólo existían TVE y un par de televisiones autonómicas, como la nuestra. Aunque en periodismo siempre es importante conseguir una exclusiva, y nosotros la teníamos (ni la otra tele ni las radios, ni los periódicos habían descubierto el domicilio del detenido), ya al grabar la entrevista con aquellos seres humildes y confiados me sentí muy incómoda. Ellos no tenían ni idea de qué significaba salir por la tele a raíz de un tema como aquél, ni de lo que se les vendría encima. Estaban muy sorprendidos de que hubiéramos llegado hasta allí y de que nos interesara lo que ellos nos podían contar. Y hablaron confiadamente de su hijo conflictivo y de todos los problemas que les había acarreado. Estaban, cómo diría yo, casi halagados de que les quisiéramos escuchar, y al final nos preguntaron a qué hora se emitiría la entrevista (iba a ir en el informativo verpertino, que en aquel tiempo era el que tenía más audiencia). Repito: por aquel entonces, la gente no tenía una cultura televisiva que con los años y la multiplicidad de medios estuvo al alcance de todos. Aquellos seres confiados, castigados por la miseria económica y el drama de la drogadicción de su hijo, hasta nos dieron dos besos cuando por fin nos fuimos. ¡Éramos de la tele, y además, de TV3, la sensación de aquellos tiempos después de 40 años de monopolio de Televisión Española! Al cerrar la puerta, yo ya lo tenía claro: la entrevista no se iba a emitir. Lo hablamos mi compañero y yo, y los dos estuvimos de acuerdo. La emisión de aquellas cándidas imágenes y palabras iba a destrozar todavía más a aquella familia alcanzada por la tragedia de forma irremediable, y lo que nos habían dicho tampoco era vital para dar la noticia del asesinato. No queríamos cargar con el remordimiento de haber entrado en la morada de aquellas personas, que nos habían tratado con la máxima amabilididad sin saber el daño que les podíamos hacer, para luego hundirlas aún más en el lodazal que les esperaba. No tuvimos valor. Nos pusimos en su lugar y no tuvimos ninguna duda: rebobinamos la cinta de la cámara y la borramos, y en la redacción dijimos que no habíamos localizado a la familia. Ningún otro medio la localizó, y en la tele sólo salió el presunto asesino cuando fue a juicio. Siempre he pensado que hice lo correcto, lo que había que hacer, y borramos la cinta para que nadie pudiera caer en la tentación de utilizar el material. El único reproche que me hago es haber decidido por mí misma algo que, lógicamente, les correspondía decidir a mis jefes, y haberles mentido diciendo que la búsqueda había sido infructuosa. Visto como han ido evolucionando las cosas en la profesión periodística, ese reproche no me ha quitado nunca el sueño, mientras que la emisión de la entrevista sí lo habría hecho.

Ilustro este post con la foto de la periodista carroñera, Ana Rosa Quintana, para que todos recuerden siempre su careto. Qué vergüenza.


1 comentario:

  1. Me ha llamado la atención la lectura de esta entrada...
    No te ha quitado el sueño porque actuaste bajo tu propio sentido moral y ético...
    Imagino lo que piensas cuando ves la calaña del llamado "periodismo"...de esta Rosa Quintana y otras hierbas televisivas....Vomitivo diría yo...
    que sin escrupulos de ningún tipo se vanagloriarian de tener una primicia como la que tuviste en tus manos...
    Te aplaudo....

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