lunes, 31 de diciembre de 2018

EL MOSQUITO TOSA

Hace ya días que estoy en un sin vivir, y solidarizada con un pobre agente de la Guardia Urbana de Barcelona, que ejecutó fríamente, temiendo por su vida, a una perra callejera que le atacó salvajemente, un ataque que casi le deja manco.

 Y es que a mí me ha pasado lo mismo. Un peligroso mosquito, a quien ya tenía visto y que se llama Tosa (vete a saber tú porqué), me picó de forma descarada en el brazo, después de que yo le dijera a su padre, un hombre de vida disoluta que a duras penas sabe sacar su negocio adelante, que su hijo, al ser tipo tigre, debía de ir atado y con capuchón tapándole el aguijón. El padre, al principio, me miró de soslayo e incluso esbozó una sonrisa sarcástica, pero al final, sabiendo que, al fin y al cabo, de alguna manera tengo cierta autoridad en el barrio, ató al bicho, con la mala fortuna de que el lazo, debido al poco uso (por innecesario, según dicen algunos), era demasiado grande, y el bicho se soltó, y me picó en el brazo con resultados nefastos para mí. Una servidora,  por suerte o por desgracia, hace ya algún tiempo que se dedica a “sus labores”. Es un oficio no remunerado y lleno de sinsabores. Y resulta que, a raíz de la picada del mosquito, que me produce un dolor insoportable, no lo puedo ejercer. No puedo barrer, no puedo fregar, ni planchar. No puedo pasar la aspiradora, ni tender la ropa, ni limpiar los cristales. Y he decidido otorgarme la baja a mí misma, emulando al pobre guardia urbano, que tras el salvaje ataque de esa perra, ya no puede blandir la porra, ni apretar el gatillo de su pistola una vez más, y no puede siquiera mandar un whatsapp. En solidaridad con este hombre, vilipendiado por todo el mundo por defender su integridad física con métodos expeditivos a su alcance, no me daré el alta hasta que no se la den a él. Bueno, debo rectificar: no todo el mundo le condena. Su madre, naturalmente, intentó justificar lo ocurrido desde el primer momento, aunque ella, que manda mucho, no sólo en el barrio, sino en toda la ciudad, me consta que es una amante de los perros, de los gatos, de los toros, de los hámsters, de las ardillas, de las palomas, de todo bicho viviente. Tiene muchos hijos, algunos muy díscolos, y claro, si castiga a uno de ellos, los otros se le van a echar encima. Hay que comprender a una madre.

Pero yo, a lo que iba: estoy de baja por la picadura del tigre con forma de mosquito, y no me daré el alta hasta que no se la den al buen agente. Mi casa estará descuidada, guarrindonga, durante cierto tiempo. Y al vivir sola, lo único que puedo hacer, para alimentar mi cuerpo serrano y no morir de inanición, es ir de vez en cuando al súper y al mercado, a pesar del dolor atroz provocado por la picadura del maldito mosquito.

Y encima, para más escarnio, tengo que aguantar a muchos que ponen en duda mi buen criterio. Que dicen que este mosquito no es de la especie tigre, tan peligrosa, sino que es un buen bicho que nunca ha picado a nadie, e incluso se atreven a colgar vídeos en las redes sociales en los cuales se le ve revoloteando cerca de niños, soportando sus caricias.

Yo sólo digo una cosa: en el fondo, en el fondo, me alegro de, afortunada o desafortunadamente, vivir en un lugar donde las armas no están al alcance de cualquiera, de éste o aquél descerebrado, aunque el descerebrado esté revestido de una autoridad otorgada por no sé qué examen o test. Porque, aunque me cueste reconocerlo, me considero también un poco descerebrada y, si hubiera tenido una pistola al alcance, no habría dudado ni un segundo, como  hizo este pobre hombre agente de la autoridad, en descerrajar fríamente un tiro entre ceja y ceja del temible mosquito que me picó. Aunque no sé, creo que tengo mi corazoncito, y no lo habría dejado ahí tirado, agonizando en la acera, batiendo sus alas y manchando el suelo con su sangre. Que la sangre cuesta mucho de quitar, si lo sabré yo. Y encima, teniendo que reducir por la fuerza al padre del mosquito, quien, desalmadamente, me atacó con su skate.