Por una casualidad
de la vida, he pasado a pertenecer a uno de esos grupos cerrados de Facebook,
en los cuales se comparten experiencias referidas a un tema concreto. En éste
se habla de música. La gente cuelga sus temas preferidos, y se comentan, se critican o se alaban. En uno de mis
primeros posts, se me ocurrió preguntarles a los demás cuáles habían sido sus
primeros discos. El mío fue Hey Jude, de The Beatles. Tenía 8 años, y el disco
llegó a mis manos, como regalo de Navidad, junto con un artefacto pequeño,
rectangular, de color amarillo limón, que tenía una ranura en uno de los lados
estrechos y un asa extraíble que te permitía trasladar el artilugio de un lado
a otro. Era un comediscos. Un tocadiscos portátil.
En casa de
mis tíos, donde yo vivía, había un tocadiscos en el salón. Estaba situado en el
hueco que había debajo de la chimenea, que nunca se utilizaba en aquel piso de
la calle Balmes porque, según mi tía, la leña ensuciaba y además con la
calefacción no hacía falta encender ningún fuego. El tocadiscos, pues, ocupaba
el hueco de la leña inexistente, posado sobre una bandeja. Era grande, con una
tapa que se alzaba con reverencia cada vez que se quería oír algo de música. En
casa sólo había dos tipos de discos: los de jazz, música que le gustaba a mi
tío, y los de aquellos grupos más modernos que escuchaba mi primo de 22 años,
estudiante hippy que acabó por marcharse a la India. Pero ni uno ni otro
dedicaban mucho tiempo a escuchar música. En cambio yo, que me pasaba las
tardes en casa en compañía de Encarna, que se refugiaba en el cuarto de la
plancha escuchando a Elena Francis en el transistor, cada vez pasaba más y más
tiempo poniendo ahora este disco, ahora este otro, alternando los singles con
los long play, observando con detenimiento cómo se movía el brazo de la aguja y
disfrutando de las melodías. Pero claro, era sólo una niña, y algún estropicio
debí hacer. Recuerdo vagamente el disgusto de mi primo por haberle rayado un
disco. Ahí debió decidir mi tía regalarme el comediscos.
Quedé
fascinada. El comediscos se convirtió rápidamente en objeto de devoción. A Hey
Jude se le unieron rápidamente dos o tres singles más. "In the summer time" de Mungo
Jerry, “Sugar, sugar” de The Archies, “Cançó de matinada”, de Joan Manel Serrat.
El trasto, literalmente, se comía los discos. Escogías uno, lo metías en la
ranura casi hasta el final y, con una última presión, oías el “clac” y la
música empezaba a sonar. Era completamente mágico. Yo situaba mis ojos a la
altura de la ranura oscura, queriendo descubrir dónde estaba el brazo de la
aguja, cómo funcionaba, cómo era posible que dentro de aquella caja bonita
pudieran caber todos los elementos del tocadiscos del salón. El comediscos iba
conmigo a todas partes, no me separaba de él. La gran novedad era que era
portátil, no tenía cables, funcionaba con pilas. Al baño, a la cocina, a la
terraza, a todas partes iba colgadito de su asa que mi mano agarraba con
fuerza. Podía, en cualquier rincón, disfrutar de mi música. Lo que más me gustaba
era meterlo en la cama conmigo, por la noche, poniendo el volumen muy bajito
para que mi tía no viniera a arrancármelo de debajo de las sábanas. El
comediscos amarillo limón casi pasó a formar parte de mi atuendo durante unos
años, hasta que se estropeó y, con gran pesar, fue a parar al cubo de la
basura.
Ahora, 45
años después, estoy en este grupo musical de Facebook. Es un no parar, contínuamente
aparecen nuevos temas en el muro, casi todos la mar de interesantes. Yo los
escucho, sobretodo, en el móvil o en la tableta, pero la calidad del sonido no
es muy buena, así que decidí comprar un altavoz que se conecta con los
dispositivos vía bluetooth. Amplía enormemente el volumen y la música llega
limpia y con matices. El altavoz en cuestión es un cilindro revestido de goma,
de un palmo de altura más o menos, con un diseño muy aceptable y unas
prestaciones aún mejores. Cuando fui a comprarlo a la tienda, el empleado, para
demostrarme sus virtudes, además de hacerlo funcionar a todo volumen, lo mojó
con agua (es impermeable) y lo tiró al suelo, donde rebotó y siguió sonando
como si nada. Me lo llevé a casa, y estoy como niña con zapatos nuevos. Es la
magia, de nuevo. Pulsas levemente la pantalla del móvil, o de la tableta, e
inmediatamente suena la música más maravillosa en el altavoz, a toda pastilla y
sin distorsión. Coges el tubito y te lo llevas al baño, a la cocina, al jardín.
Voy arriba y abajo con el dichoso cilindrín. A veces lo dejo sobre la mesa y lo
observo, como hacía con el comediscos. ¿Cómo es posible?, me pregunto. Su
misterio no es mayor ni menor que el de mi cajita amarillo limón; para mí, es
el mismo. Es el misterio de poderte marchar con la música a otra parte.
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