Vaya por delante que ésta no es una crónica periodística de la gala de los Goya que se celebró ayer noche en Madrid, sino mi crónica particular, totalmente subjetiva y cargada de sentimientos encontrados a los cuales trato de hallar una explicación. Tampoco es, amigos y amigas, un reclamo para evitar que se repitan incidentes como el provocado por el activista del colectivo Anonymous que intentó interrumpir el transcurso de la ceremonia en un momento de máximo interés, como es el anuncio del ganador al mejor director. Al fin y al cabo, su acción sólo duró un par de segundos y no tuvo mayores consecuencias. No. La cosa va por otros derroteros. Que conste que a mí, los de Anonymous me la traen floja y que no comulgo con su idea de que la creación artística se tiene que regalar por la cara para que todos puedan disfrutar de ella, por no hablar del atropello que supone publicar los datos privados de la gente que les cae mal, para que los acólitos del movimiento puedan chincharlos más y mejor. Pero es un debate en el cual ahora no quiero entrar.
No, el tema es otro. Se abre el telón y empieza la gala con una actuación musical en la cual la presentadora, Eva Hache, deja entrever que la noche pinta bien y que nos vamos a reír. A continuación, la actriz Silvia Abascal, felizmente recuperada de un reciente accidente vascular, aparece en el escenario para presentar a los primeros nominados, los aspirantes a mejor actor secundario. Grandes aplausos para ella. Vamos bien: risa y emoción logradas en pocos minutos. Pero hete aquí que el premiado, Lluís Homar, nos chafa el plan con una intervención increíblemente larga que sume a los asistentes en un ánimo similar al que, de manera casi simultánea, domina en la grada del Camp Nou, donde el Valencia anota el primer tanto a los pocos minutos de iniciarse el partido contra el Barça. Los acontecimientos del Camp Nou nos los transmite casi minuto a minuto, vía SMS, un amigo que asiste al encuentro. Homar habla y habla, no para, el tio. Después de los consabidos agradecimientos generales a los miembros de la Academia, etc, pretende seguir con todos los componentes del equipo, pero por suerte, ay, los nervios le juegan una mala pasada, según dice. La grada se impacienta, él lo nota, y para remediarlo articula en diversas ocasiones aquello tan manido de “y por último, déjenme recordar a…”. Y cada vez, al terminar la frase el público aplaude, para ver si enfila hacia el backstage. Pero no, él sigue y sigue, hasta mencionar, finalmente, a Montxo Armendáriz, ¡que nada tiene que ver con su peli, con la nominación, ni con nada! No puedo aquí transmitirles los comentarios que oí a mi alrededor. Sólo haré una observación: la intervención de Lluís Homar duró exactamente 4 minutos y medio (lo he cronometrado). Teniendo en cuenta que era el primer premiado de la noche, y que le seguirían otros 28, la cosa se ponía, si sus colegas seguían su ejemplo, en un total de 2 horas y 5 minutos solamente en discursos de agradecimiento, a los que habría que añadir el tiempo de las presentaciones, de las actuaciones, de los tráilers de las películas, etc. O sea, el horror: entre 4 y 5 horas de gala, durante las cuales no hay bebida ni comida al alcance del público (no hay en el Palacio de Congresos ni una barra dispuesta para tales fines). No les extrañe, pues, el nerviosismo que se apoderó de nosotros, los espectadores, en aquel momento.
Y créanme, salvo en contadas ocasiones, la mayoría de los premiados siguieron esa tónica, aunque sin llegar al paroxismo de Homar. Se le acercó Kike Maíllo, mejor director novel por “Eva”, que, aunque simpático, también se alargó excesivamente. Teniendo en cuenta que no eran los premios más importantes de la noche, había motivos para preocuparse. Hoy, comentando la jugada en Facebook, el estupendo guionista Lluís Arcarazo ha dado en el clavo nombrando el Principio de Award: “La duración de las intervenciones y el número de personas que suben al escenario son inversamente proporcionales a la importancia del producto galardonado”.
Antes de Maíllo, el Barça ya ganaba 2-1, con lo cual mi ánimo culé había remontado. Y la gala también remontó, naturalmente, o mejor dicho, sobrevivió a innumerables galardonados que dedicaban el premio, con más o menos gracia, “a mis mejores amigas de la infancia”, “a mis hermanos tal, cual y pascual, que siempre estuvieron ahí” o, incluso, ¡”a mi cuñado”! Puestos a hacer, ¿por qué no ampliar la tortura de público y telespectadores nombrando al gato que paseaba por su calle y les inspiraba, a la vendedora del colmado de la esquina que de vez en cuando les regalaba una bolsa de patatas fritas, o al voluntario de la Cruz Roja que un día, cuando se rasguñaron la rodilla, les puso una tirita…?
Eva Hache y sus secuaces, sobretodo el secuaz Santiago Segura, tuvieron que emplearse a fondo para lograr sacar la gala adelante, y lo hicieron con mucho arte y unas ganas de vencer a los plastas dignas de encomio. Lo consiguieron, amigos, de verdad que lo consiguieron, aunque parezca increíble. Y ahí lanzo yo mi propuesta: a la que un premiado o un grupo de ellos empiece a nombrar a alguien que supere el primer grado de parentesco, familiar o profesional, por favor, que actúen los seguratas. Que suban al escenario dos o más fornidos gorilas, que agarren al orador por las axilas y lo arrastren al backstage, sea como sea. Allí, los periodistas estarán encantados de escuchar sus peroratas. Abrazados a sus Goyas, podrán largar y largar sin ningún apremio. Y nosotros podremos continuar disfrutando de un espectáculo que un ingente número de personas se esfuerzan por conseguir que sea ameno y divertido. Y para que sea ameno y divertido, les advierten a los nominados una y otra, y otra vez, su momento de gloria debería limitarse a 1 minuto, o minuto y medio, a lo sumo (que, multiplicados por 29, serían sólo 38 minutos). Pero ellos, nada, van a lo suyo. Para hacerlo todo un poco más cinematográfico, la orden de "¡Gorilas, acción!" la podría dar entre bambalinas, en cada ocasión, un director invitado provisto de un gran megáfono, y se retransmitiría al público asistente y a los telespectadores.
Una nota más. La de ayer, salvo por los episodios de molesta verborrea, fue una gala estupenda, tan estupenda como el resultado del partido entre el Barça y el Valencia. Pero sólo estuvo conectada con la realidad en dos momentos concretos, en mi modesta opinión. Uno fue el discurso de Isabel Coixet, premiada por un documental sobre Garzón que nos recordó a todos que no sólo estábamos para el jijiji jajaja de la coña del cine sino que nos traemos entre manos asuntos muy importantes, y el otro fue el instante que le precedió, en el cual un bravo espontáneo reclamó la atención de los productores para que fueran a su tierra a rodar, por favor, el primer western extremeño habido y por haber. Hoy he podido ver en youtube, por detrás, la chupa de este espontáneo, en la cual figura una calavera atravesada por dos espadas. Y gritó: “¡Soy el muletilla, el muletilla!”. Entre los dos actos de piratería, el protagonizado por el activista de Anonymous y el del muletilla, francamente, me quedo con este último.
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