Con este escrito
no pretendo ofender a nadie. Respeto las creencias de todo el mundo, pero yo
quiero opinar.
Ayer por la
tarde estaba en el sofá, leyendo, y
escuchaba a Toni Clapés en la radio. En los informativos decían que hacia las 7
de la tarde se produciría una nueva fumata
en el Vaticano, que sería blanca o negra, aunque nadie apostaba por que fuera
blanca. Llovía sobre Roma, y todos los falsos expertos vaticinaban que no se
elegiría nuevo Papa hasta hoy. Pero pasaban unos minutos de las 7 y no había indicios
de fumata alguna, lo cual era una
anomalía que disparó las alarmas. “Algo pasa”, decían todos. Encendí la tele. Y
al cabo de nada, apareció la imagen de la cutre chimenea (urgente: se precisa
diseñador para una nueva chimenea vaticana, interesados dirigirse a las
autoridades pertinentes…) vomitando una fumata
nívea que no dejaba lugar a dudas: ¡Ya teníamos Papa!
Era éste el
culmen de casi cinco semanas de incertidumbre sobre el futuro de la iglesia católica,
que se inició el día en que Benedicto XVI pensó que ya estaba bien, que estaba hasta la punta
de la mitra papal de intrigas y mandangas, y que era hora de disfrutar de una
merecida jubilación protegida por ángeles y arcángeles, y monjitas que le hacen
la cama y le cocinan y le preparan las mullidas tumbonas que, desde el porche
de la residencia de Castelgandolfo, le permiten cada tarde observar el
magnífico paisaje y meditar sobre el futuro del inmenso rebaño de ovejas descarriadas
que hay por el mundo.
Han sido
casi cinco de semanas de bombardeo informativo sistemático sobre el viejo Papa
y sus motivos para renunciar, las intrigas de la curia romana y las apuestas
acerca del futuro representante de Dios en la tierra. Miles de hojas en los
periódicos, miles de horas en las radios y en las teles, millones de euros, de
dólares, de yenes gastados ad infinitum
en un tema que, a mi entender, no es tan crucial como nos quieren dar a
entender. En el metro, en el mercado, en las reuniones de amigos, nadie hablaba
del Papa ni de lo angustiados que estábamos por no tener pastor. La gente está
angustiada por la crisis, por el paro, por los desahucios, por la pérdida de
derechos conseguidos con el sudor y las lágrimas de muchos, por el atraco a
mano armada que han cometido muchos de nuestros representantes políticos y los
tiburones financieros, pero no por esta cuestión espiritual. ¿A qué viene,
pues, este derroche de tiempo, esfuerzo y dinero en hacernos llegar, día tras día,
en portadas y encabezamientos de informaciones periodísticas, seguidas de
páginas y páginas de análisis, y horas y horas de entrevistas y debates, para
escrutar lo que hacían un puñado de octogenarios ridículamente vestidos de
monaguillos inocentes? ¿Es que nos van a salvar de nuestras penurias? ¿Nos van a
devolver nuestro trabajo, nuestra casa, nuestra pensión, nuestra cobertura
sanitaria? No. Y además, cuando les escuchas, sólo hablan de temas como el
espíritu santo y la virgen María, la inmaculada concepción y cosas así, con las
cuales no he tenido que convivir jamás ni forman parte de mi día a día.
Denuncio aquí el dispendio realizado por radios y televisiones públicas, que
han desplazado a Roma, durante días y días, equipos numerosos de periodistas y
técnicos para cubrir el evento, lo cual ha supuesto un gasto astronómico a
cargo del erario público: desplazamientos, hoteles, dietas, conexiones en
directo…Que alguien rinda cuentas de lo que ha costado la movida, en un momento en
que se están planteando despidos masivos en estos organismos públicos y recortes
en salarios, prestaciones, etc.
Y total,
¿para qué? Todos los periodistas, todos los entrevistados, los analistas, los
vaticanistas, los expertos que han vomitado sus especulaciones, sus apuestas,
sus intereses…se han equivocado. Jorge Mario Bergoglio no estaba en las quinielas.
Chúpate esa. Nos hemos gastado un dineral en especular, en adivinar, en intuir,
en cubrir, en entrevistar…y al final nos han dado con un cigüeñal de barco. Ha
salido un Papa no europeo, pero que no es africano ni tampoco es el candidato
de Brasil, ni el de Canadá, ni el filipino, como todos vaticinaban. No. Ha
salido un argentino, jesuita, que sonó como opositor a Ratzinger en el cónclave
de 2005, pero no en éste. Todos la han pifiado.
Viendo la
tele, ayer, me reía. Esto del Vaticano es un gran show. En el tiempo de espera
entre la fumata blanca y la salida
del Papa electo, me regodeaba en las imágenes de los fieles de la plaza de San
Pedro, entre los cuales había muchas monjas y sacerdotes que nos ofrecían
cuadros pintorescos, saltando desmadrados, ejerciendo de fotógrafos atrevidos…Y
luego apareció el protodiácono Jean-Louis Tauran, un muerto viviente que
anunció urbi et orbi el nombre del
elegido, en latín, para que la cosa fuera más difícil. Entonces salió
Francisco, con cara de palo. Me pregunté seriamente si era la emoción lo que le
contenía, o que realmente se preguntaba: “¿Qué hago yo aquí?” Aunque luego
remontó la jugada estupendamente, con gestos afables y mundanos.
Dicen de
este Papa argentino que se ha significado por su trabajo en los barrios
marginales de Buenos Aires, que huye de la pompa y el boato, que se enfrentó
por su falso populismo al matrimonio Kirschner, y que ha vivido, hasta ahora,
en un modesto apartamento y viaja en metro y autobús. En muchos círculos, pues,
es un progre. Pero dicen también que tuvo un papel oscuro durante la dictadura
de Jorge Videla, y que se opone ferréamente a los derechos de los homosexuales
y a reconsiderar el papel de las mujeres en la iglesia. No espero, pues, nada
de este Papa. No puedo esperar nada, puesto que soy una atea ferviente y no
creo en la labor pastoral de la iglesia, aunque reconozco que algunos de sus
miembros más humildes realizan una gran
tarea con los más necesitados. He escuchado hoy con emoción, por
ejemplo, las palabras de Pere Casaldáliga. Pero, si acaso existiera el
Altísimo, sólo le rogaría una cosa: que guarde por muchos años la salud de
Francisco, porque un nuevo parto de dinosaurio como éste,
y la consciencia de los miles de millones que ha costado, no lo podría soportar,
otra vez, en un breve lapsus de tiempo.