martes, 20 de diciembre de 2011
LA LOTERÍA
Como cada mañana, estoy repasando titulares de prensa en mi ordenador. No me detengo para nada en los referentes a la sesión de investidura del Sr. Rajoy, que es la noticia del dia en este país, puesto que ello sólo aumentaría el cabreo que llevo encima desde el día de la victoria aplastante de su partido en las pasadas elecciones generales. No; voy leyendo en diagonal diversos titulares de variopintos periódicos nacionales e internacionales, hasta que me doy de bruces con éste de El Mundo:"Apúntese y le avisamos si le toca la Lotería de Navidad". O sea: vía Twitter, Facebook o email, uno le dice a El Mundo los décimos con los que participa en el sorteo, y El Mundo te indica, prácticamente en el mismo instante en que sale la bola (si es que sale), el premio que te ha correspondido. Es decir: una vez más, las redes sociales acabarán con costumbres muy arraigadas entre nosotros, para darnos satisfacción inmediata, sin dilación...pero también sin emoción.
Y claro, pensaréis: "A esta señora, lo de las redes sociales no le mola". Pues no: me encantan, las encuentro muy útiles y entretenidas. Son un instrumento de comunicación inigualable y, hoy en día, imprescindible. No hay día en que no espere noticias de mis amigos de ultramar en mi muro de Facebook, no dejo de seguir lo que me interesa en Twitter, y el correo electrónico, claro está, es utilísimo en el terreno profesional, por ejemplo. Pero el tema éste de la lotería me ha tocado la fibra.
Yo no suelo jugar a la lotería. Empecé a jugar cuando tuve un trabajo remunerado, hace ya un montón de años, comprando el número de la empresa, siguiendo la máxima de "por si toca,no sea que todos los demás se hagan millonarios y yo no...". Y, con el tiempo, me animé a comprar alguna participación del número del mercado, de mi tienda favorita, de la escuela de mis hijos...y, esporádicamente, de algún lugar remoto de España que visitaba por cualquier motivo. Jamás he memorizado número alguno, ni si acababa en 5 o en 3 o en 7; lo que a mí me gustaba era pasar la mañana del 22 de Diciembre escuchando la cantinela del sorteo a través de la radio o de la tele, en mi lugar de trabajo, y alegrarme mucho cuando salía el gordo y enterarme de que había tocado aquí o allá, y sobretodo, de que los agraciados eran gente que realmente lo necesitaba. Me encanta ver el espectáculo jurásico del sorteo en sí, con esos niños y niñas del siglo pasado cantando números y premios vestidos con uniformes trasnochados y sometidos a un body language que ya querrían para sí muchos estrictos internados ingleses ...No sé, para mí, es como una mañana freakie, pero freakie de verdad, que antecede al gran atracón (innecesario) del ágape navideño.
En un cajón del mueble de mi recibidor guardo siempre los décimos y las participaciones que llevo en el sorteo. Si estoy en el trabajo, nunca me llevo apuntados qué números son, o sea que nunca me he podido enterar instantáneamente de si me ha tocado algo o no. Jamás me ha tocado nada. Siempre esperaba a la tarde, cuando, antaño, algunos periódicos publicaban una edición especial con la lista del sorteo, o bien aguardaba hasta el día siguiente a comprobar si era millonaria o no. A fuerza de no "rascar bola" durante años y años, mi afán por comprobar si la diosa Fortuna me había favorecido se hacía menos y menos urgente, y hubo años en que tardé días, semanas, en cotejar números y premios en las listas que, eso sí, guardaba celosamente en el cajón del recibidor. Nunca tuve una alegría, pero en el fondo no me importaba: comprendía perfectamente que otros lo merecían mucho más que yo.
Pero la noticia de El Mundo me ha molestado profundamente. No quiero, de ninguna de las maneras, enterarme ipsofacto de si he sido agraciada o no. Quiero seguir con mi ritual: oir de fondo, preferiblemente a través de la tele, la cantinela de los entrañables dinosauritos de San Ildefonso, que sube un par de escalas cuando sale un premio; seguir entonces a los dinosauritos, enfundados en feas faldas escocesas y jurásicos blazers de botones dorados, agarrando las bolitas entre índice y pulgar y acercándose al estrado donde funcionarios de aspecto invariablemente franquista certificarán la fortuna de unos cientos o miles de agraciados residentes en el vasto territorio español. Eso es lo que me gusta: ir a lo mio, desempeñar mi tarea, pero, en cuanto oigo un tono más agudo de lo normal, levantar la vista y observar a los anticuados infantes desempeñar su labor siguiendo esas pautas que no han cambiado desde que tengo uso de razón (¡y cuánto ha llovido!). Consideraría una intromisión del todo inadmisible que, en mitad de ese deleite, de ese éxtasis propiciado por un espectáculo audiovisual que pertenece al mundo antediluviano, sonase el píííp impertinente que martillea nuestros oídos incesantemente y se iluminase la pantallita del móvil exhibiendo el mensaje de facebook, twitter, email o sms: "Su número XXXXX ha sido premiado con 1.000 euros". No. No voy a decirle a El Mundo, ni a nadie, qué números juego, y así nadie podrá robarme el placer de retrasar algunas horas, días, semanas,la comprobación, una vez más, de que no me ha tocado nada de nada, y que no me importa, porque sí les ha tocado a muchas otras personas que lo necesitan mucho más que yo. Pero habré sentido la emoción de cada año al ver en las pantallas sus caras, sus celebraciones, sus lágrimas, sus convincentes discursos de que, a partir de ese momento, el mundo será mejor. Y ningún pitido insolente me privará de ese placer.
lunes, 19 de diciembre de 2011
AYER FUE UN GRAN DÍA
Ayer fue un gran día. La Marató de TV3 consiguió recaudar, a lo largo de 16 horas de programa, más de 7 millones de euros para fomentar la donación de órganos e invertir en mejorar los progamas de transplantes. Yo trabajé más de 20 años en TV3, y por eso La Marató es un programa muy especial para mí. Pero lo es, igualmente, para cientos de miles de ciudadanos de este país que, año tras año, se vuelcan en este programa organizando múltiples actividades (1.650 en todo el territorio) para recaudar fondos, en cada comunidad, en cada barrio, en cada pueblo, en cada ciudad. Clubes de todo tipo, asociaciones, gremios, grupos de amigos...la gente de nuestro país da todo lo posible, y lo imposible, por una causa noble. En estos tiempos tan difíciles, en los que cualquier tendero te comenta que le desbordan las peticiones de hacer llegar sus sobras a los múltiples comedores sociales que se han montado en el barrio; en los que durante un simple paseo por una ruta boscosa cercana a los límites de la ciudad descubres a personas viviendo a la intemperie, intentando camuflarse entre los árboles...en estos tiempos, los ciudadanos de este país han contribuído con 7 millones de euros a la causa del transplante de órganos. Confieso que sólo pude ver el programa de TV3 un ratito. Y sólo lo pude ver un ratito porque, desde hacía días, lloraba como una magdalena cada vez que veía cualquier anuncio del evento. Y eso que reconozco el esfuerzo de la televisión pública catalana para no incidir excesivamente en el dramón lacrimógeno que, sin duda, activa el tecleo de las cifras mágicas de la recaudación telefónica (o internauta), pero me es imposible alejarme emocionalmente de las personas que relatan sus casos, sus problemas, sus angustias, sus miedos. Estuve atenta, pues, un par de horitas después de cenar, y me fui a dormir con la satisfacción de pertenecer a un pueblo que es capaz de esta gesta: en los tiempos que corren, donamos 7 millones de euros para ayudar a algunos de los que lo necesitan.
Cierto es, también, que mi orgullo de catalana se había alimentado, a media mañana, con el esplendoroso triunfo de mi club, el Fútbol Club Barcelona, en el Mundial de Clubes que disputó en Japón frente al Santos de Brasil. No fue simplemente el hecho de ganar; fue el orgullo de ver a un equipo maravilloso jugar de manera maravillosa, con jugadores maravillosos (todos), a un deporte maravilloso que hizo gozar a todo un planeta un domingo maravilloso de diciembre del 2011.
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