lunes, 20 de febrero de 2012

SEGURATAS, ¡ACTION, PLEASE!


Vaya por delante que ésta no es una crónica periodística de la gala de los Goya que se celebró ayer noche en Madrid, sino mi crónica particular, totalmente subjetiva y cargada de sentimientos encontrados a los cuales trato de hallar una explicación. Tampoco es, amigos y amigas, un reclamo para evitar que se repitan incidentes como el provocado por el activista del colectivo Anonymous que intentó interrumpir el transcurso de la ceremonia en un momento de máximo interés, como es el anuncio del ganador al mejor director. Al fin y al cabo, su acción sólo duró un par de segundos y no tuvo mayores consecuencias. No. La cosa va por otros derroteros. Que conste que a mí, los de Anonymous me la traen floja y que no comulgo con su idea de que la creación artística se tiene que regalar por la cara para que todos puedan disfrutar de ella, por no hablar del atropello que supone publicar los datos privados de la gente que les cae mal, para que los acólitos del movimiento puedan chincharlos más y mejor. Pero es un debate en el cual ahora no quiero entrar.

No, el tema es otro. Se abre el telón y empieza la gala con una actuación musical en la cual la presentadora, Eva Hache, deja entrever que la noche pinta bien y que nos vamos a reír. A continuación, la actriz Silvia Abascal, felizmente recuperada de un reciente accidente vascular, aparece en el escenario para presentar a los primeros nominados, los aspirantes a mejor actor secundario. Grandes aplausos para ella. Vamos bien: risa y emoción logradas en pocos minutos. Pero hete aquí que el premiado, Lluís Homar, nos chafa el plan con una intervención increíblemente larga que sume a los asistentes en un ánimo similar al que, de manera casi simultánea, domina en la grada del Camp Nou, donde el Valencia anota el primer tanto a los pocos minutos de iniciarse el partido contra el Barça. Los acontecimientos del Camp Nou nos los transmite casi minuto a minuto, vía SMS, un amigo que asiste al encuentro. Homar habla y habla, no para, el tio. Después de los consabidos agradecimientos generales a los miembros de la Academia, etc, pretende seguir con todos los componentes del equipo, pero por suerte, ay, los nervios le juegan una mala pasada, según dice. La grada se impacienta, él lo nota, y para remediarlo articula en diversas ocasiones aquello tan manido de “y por último, déjenme recordar a…”. Y cada vez, al terminar la frase el público aplaude, para ver si enfila hacia el backstage. Pero no, él sigue y sigue, hasta mencionar, finalmente, a Montxo Armendáriz, ¡que nada tiene que ver con su peli, con la nominación, ni con nada! No puedo aquí transmitirles los comentarios que oí a mi alrededor. Sólo haré una observación: la intervención de Lluís Homar duró exactamente 4 minutos y medio (lo he cronometrado). Teniendo en cuenta que era el primer premiado de la noche, y que le seguirían otros 28, la cosa se ponía, si sus colegas seguían su ejemplo, en un total de 2 horas y 5 minutos solamente en discursos de agradecimiento, a los que habría que añadir el tiempo de las presentaciones, de las actuaciones, de los tráilers de las películas, etc. O sea, el horror: entre 4 y 5 horas de gala, durante las cuales no hay bebida ni comida al alcance del público (no hay en el Palacio de Congresos ni una barra dispuesta para tales fines). No les extrañe, pues, el nerviosismo que se apoderó de nosotros, los espectadores, en aquel momento.

Y créanme, salvo en contadas ocasiones, la mayoría de los premiados siguieron esa tónica, aunque sin llegar al paroxismo de Homar. Se le acercó Kike Maíllo, mejor director novel por “Eva”, que, aunque simpático, también se alargó excesivamente. Teniendo en cuenta que no eran los premios más importantes de la noche, había motivos para preocuparse. Hoy, comentando la jugada en Facebook, el estupendo guionista Lluís Arcarazo ha dado en el clavo nombrando el Principio de Award: “La duración de las intervenciones y el número de personas que suben al escenario son inversamente proporcionales a la importancia del producto galardonado”.

Antes de Maíllo, el Barça ya ganaba 2-1, con lo cual mi ánimo culé había remontado. Y la gala también remontó, naturalmente, o mejor dicho, sobrevivió a innumerables galardonados que dedicaban el premio, con más o menos gracia, “a mis mejores amigas de la infancia”, “a mis hermanos tal, cual y pascual, que siempre estuvieron ahí” o, incluso, ¡”a mi cuñado”! Puestos a hacer, ¿por qué no ampliar la tortura de público y telespectadores nombrando al gato que paseaba por su calle y les inspiraba, a la vendedora del colmado de la esquina que de vez en cuando les regalaba una bolsa de patatas fritas, o al voluntario de la Cruz Roja que un día, cuando se rasguñaron la rodilla, les puso una tirita…?

Eva Hache y sus secuaces, sobretodo el secuaz Santiago Segura, tuvieron que emplearse a fondo para lograr sacar la gala adelante, y lo hicieron con mucho arte y unas ganas de vencer a los plastas dignas de encomio. Lo consiguieron, amigos, de verdad que lo consiguieron, aunque parezca increíble. Y ahí lanzo yo mi propuesta: a la que un premiado o un grupo de ellos empiece a nombrar a alguien que supere el primer grado de parentesco, familiar o profesional, por favor, que actúen los seguratas. Que suban al escenario dos o más fornidos gorilas, que agarren al orador por las axilas y lo arrastren al backstage, sea como sea. Allí, los periodistas estarán encantados de escuchar sus peroratas. Abrazados a sus Goyas, podrán largar y largar sin ningún apremio. Y nosotros podremos continuar disfrutando de un espectáculo que un ingente número de personas se esfuerzan por conseguir que sea ameno y divertido. Y para que sea ameno y divertido, les advierten a los nominados una y otra, y otra vez, su momento de gloria debería limitarse a 1 minuto, o minuto y medio, a lo sumo (que, multiplicados por 29, serían sólo 38 minutos). Pero ellos, nada, van a lo suyo. Para hacerlo todo un poco más cinematográfico, la orden de "¡Gorilas, acción!" la podría dar entre bambalinas, en cada ocasión, un director invitado provisto de un gran megáfono, y se retransmitiría al público asistente y a los telespectadores.

Una nota más. La de ayer, salvo por los episodios de molesta verborrea, fue una gala estupenda, tan estupenda como el resultado del partido entre el Barça y el Valencia. Pero sólo estuvo conectada con la realidad en dos momentos concretos, en mi modesta opinión. Uno fue el discurso de Isabel Coixet, premiada por un documental sobre Garzón que nos recordó a todos que no sólo estábamos para el jijiji jajaja de la coña del cine sino que nos traemos entre manos asuntos muy importantes, y el otro fue el instante que le precedió, en el cual un bravo espontáneo reclamó la atención de los productores para que fueran a su tierra a rodar, por favor, el primer western extremeño habido y por haber. Hoy he podido ver en youtube, por detrás, la chupa de este espontáneo, en la cual figura una calavera atravesada por dos espadas. Y gritó: “¡Soy el muletilla, el muletilla!”. Entre los dos actos de piratería, el protagonizado por el activista de Anonymous y el del muletilla, francamente, me quedo con este último.

jueves, 16 de febrero de 2012

MAGIA POTAGIA


Me confieso adicta a las necrológicas de los periódicos. Sobretodo, a las de La Vanguardia. Me gustan las dos partes de la sección: las esquelas y las necrológicas de personajes prominentes (o no). Y qué fantástica necrológica la publicada ayer, acerca de Don Antonio Roqueta Quadras-Bordes, firmada por tres veteranos periodistas del rotativo, Santiago Tarín, Domingo Marchena y Francesc Peirón, que se cuentan entre los mejores cronistas de sucesos y de tribunales de nuestra ciudad, Barcelona. Con dos de ellos coincidí varias veces en los pasillos y las salas de la Audiencia Provincial, y los recuerdo como lo que eran, periodistas judiciales experimentados y con todos los contactos necesarios para elaborar la información más exacta posible del acontecimiento en cuestión. Yo, reportera todoterreno de una televisión pública que cubría hoy una exposición de Tàpies, mañana un gran incendio en el Bages y pasado mañana el plan de infraestructuras del gobierno catalán para los siguientes quince años, admiraba y compadecía, al mismo tiempo, a los grandes plumillas judiciales que conocían todos y cada uno de los recovecos de los juzgados, que desayunaban día sí día también con las secretarias de los señores magistrados y compartían confidencias con un sinfín de abogados, en un afán hambriento de recabar la información más veraz para cubrir el caso del momento. Los admiraba por todo ello, y los compadecía al pensar que, mientras yo llevaba una vida excitante saltando de un tema a otro, de un escenario a otro, ellos (y ellas, por supuesto...cómo olvidar a Carol Espona, por ejemplo) se chupaban día a día las comisarías, los pasillos de la audiencia, los desplantes en los despachos de los juzgados, los intentos de confraternizar con jueces y abogados en el café de la esquina ...

La necrológica de ayer llevaba por título "El mago del Derecho", refiriéndose al abogado Juan Antonio Roqueta Quadras-Bordes. Ya la foto llama la atención. Se ve a un togado que, por encima de los lentes, mira directamente al fotógrafo y al lector, como diciendo: "Eh, nen, que aquí estoy yo". Y hablan los cronistas de un abogado que quiso ser mago, pero que no pudo serlo porque su padre, funcionario de aquella audiencia donde, más tarde, él habría de ejercer como letrado, se lo impidió. "¡Antes muerto que saltimbanqui!", proclamó el progenitor. Y el ilusionista que pudo ser, no fue porque así lo dispuso su padre, aunque la magia lo envolvió durante toda su vida. Cuentan los cronistas que los trucos abundaban en las sobremesas que mantenía con amigos y allegados, y que era bueno, muy bueno.


Dicen Tarín, Marchena y Peirón que Juan Antonio Roqueta, "Roqui", era un abogado de los de antes, queriendo decir, en realidad, que era un abogado de los de verdad. De los que llevaban fruta a un preso "porque tiene el estómago mal". El preso podía ser cualquiera, un mindundi o un delincuente famoso, como "el Arropiero", "Orteguita" o el "Manco Pistolas", uno de los mejores carteristas de Barcelona, al que le faltaban dos dedos de la mano derecha. De todo hubo entre su clientela.

La necrológica me ha provocado una reflexión y una fantasía. He reflexionado sobre el hecho de que el padre de Juan Antonio Roqueta le prohibiera ser mago, pero sobretodo, sobre el hecho de que el hijo acatara la orden. Antes, los hijos obedecían a los padres. ¡Cuántos amigos y amigas tengo que, queriendo ser músicos, pintores o filósofos, se convirtieron en médicos, abogados y economistas por imposición paterna y sumisión filial! Ahora, para bien o para mal, tal sumisión ya no existe. Dile a tu hijo que estudie medicina, cuando lo que él quiere es ser sexador de pollos, y te contestará: "Pero tía, ¿tú de qué vas?"

Y sin embargo, el padre de Juan Antonio Roqueta, que con su imposición capó las ilusiones del vástago que quería ser mago, propició el nacimiento de un gran abogado que hasta el final defendió el concepto de "justicia", un concepto que ya casi no tiene ningún sentido en el mundo en que vivimos. Fue un letrado admirado y respetado por todos: manguis, polis, colegas y periodistas. Aunque, según cuentan los autores de la necrológica, las solapas del letrado solían ostentar manchas de huevo o similar.

La fantasía es que, seguramente, siendo "Roqui" una buena persona, y guardando en su interior a un buen mago, soñara una y mil veces, tantas como casos defendió, que el condenado desapareciera por arte de birlibirloque de su celda; que el reo se metiera en la chistera y se convirtiera, tras el abracadabra, en un conejo blanco triscando por el monte, o que el preso cuya condena superaba en mucho al delito cometido, y al que le dolía la tripa, desapareciera en una caja atravesada por múltiples espadas y renaciera, sin ningún rasguño, a miles de quilómetros de distancia. Ay, "Roqui", si todo lo pudiera arreglar la magia...






viernes, 10 de febrero de 2012

EN EL NOMBRE DE LOS HIJOS


De todo el runrún de la sentencia del Tribunal Supremo contra el juez Baltasar Garzón me quedo con las palabras de su hija, María Garzón. Su escrito, dirigido a los que ayer "brindaron con champán" por la inhabilitación de su padre, me ha llegado al corazón. Reflexiono también sobre el eco de las palabras: Garzón, razón, corazón, inhabilitación...desazón.

En su escrito, María dice que los que brindaron con champán "nunca les harán bajar la cabeza, ni les harán derramar una sola lágrima". Dice que ella, su familia y sus amigos, brindarán cada noche a la salud de la inocencia de su padre, el juez Garzón, y a la salud de la conciencia tranquila de saber que Garzón ha luchado por "una justicia que respeta a las víctimas, que aplica la ley sin temor a las represalias".

Me enternece el escrito de María. No soy acérrima defensora de Garzón, un juez con sus luces y sus sombras, pero que, sin duda alguna, se ha situado casi siempre al lado de los buenos. Creo en sus buenos propósitos, y en su trabajo incansable en defensa de los derechos humanos. Discrepo, sin embargo, de algunas de sus actuaciones. Y, en este sentido, me duele mucho admitir que en el caso de la trama Gürtel, Garzón cometió un error imperdonable, tan imperdonable que los jueces del Supremo, por unanimidad (no lo olvidemos), lo han aprovechado para condenarle, con un sesgo marcadamente político, a 11 años de inhabilitación que suponen el fin de la su carrera judicial.

Garzón, en la instrucción de este caso, transgredió las normas. La ley española dice que las escuchas de las conversaciones entre abogados y detenidos sólo se autorizan en casos de terrorismo, de estado de excepción, o en el caso de que la vida de la supuesta víctima esté en peligro. Esta norma es una de las máximas garantías de nuestro estado de derecho. Y ninguno de estos supuestos se cumplía en el caso Gürtel (de delito económico). Por lo tanto, jurídicamente, la sentencia del TS es incontestable, tal y como ha señalado el juez Santiago Vidal, portavoz de los juristas progresistas de este país, y amigo de Baltasar Garzón (tV3 a la carta, "Els matins de TV3, 10.05 am). Otra cosa es que nos planteemos cambiar la legislación vigente para combatir la corrupción que nos invade.

Pero a lo que iba: el escrito de la hija de Garzón, María, me ha conmovido. Hace muchos, muuuchos años, por razón de índole estrictamente familiar, tuve un resquicio de relación con el juez. Ya entonces, y estoy hablando de hace casi 20 años, Baltasar se quejaba del entorno enormemente hostil que rodeaba todas sus actuaciones. Y, en un comentario aparte, me dijo que lo que peor llevaba eran las amenazas a su familia, la sensación agobiante de tener que proteger a su mujer y a sus hijos de un peligro potencial, sin saber muy bien cómo hacerlo, pero teniendo en cuenta que aquel peligro se estaba fraguando en unos fantasmas que, lentamente, iban labrando su camino...Estoy hablando del año 1992. El ambiente, entonces, no era el de ahora. Garzón podía sonar a iluminado. Pero yo, francamente, me quedé con la copla de su familia...sus hijos eran entonces muy pequeños, y me los imaginé, asediados en un chalet de las afueras de Madrid.

Y ayer, la niña, María, escribió lo que sentía, y dijo que nunca bajaría la cabeza, y que no derramaría una sola lágrima para no darles el gusto a los que brindaban con champán por la condena de su padre. Y que estaban tocados, pero no hundidos, y que nunca les harían perder la fe en una sociedad que lucha por hacer que la justicia sea auténtica. Y se me saltaron las lágrimas al leerlo, la verdad.